Iluminación a gas

Soledad Chávez Fajardo

El Pasaje Bulnes es uno de los trabajos que hizo el arquitecto Lucien Hénault en Chile -el mismo arquitecto de la Casa Central de la Universidad de Chile, el antiguo Congreso y el actual y derruido Palacio Pereira-. Ante este grabado podemos, fácilmente, encandilarnos con las líneas y armazones del pasaje, hasta nos puede traer una que otra reminiscencia eiffeliana: esa de metales y ecos de viaductos y puentes. El mismo resabio que nos da al contemplar el invernadero en la Quinta Normal, la Estación Mapocho o el Mercado Central. Nos situamos en el espacio de la admiración por las formas, las líneas, la hechura. ¿Habrá más? Fuera del aturdimiento por la arquitectura, detengámonos en un detalle no menor: aquellos faroles. La mirada puede detenerse en algo que parece un detalle, pero, cual punctum barthesiano, da a decir: el farol y el discurso que trae consigo. El sistema de iluminación del Pasaje Bulnes es un claro testimonio del alumbrado a gas y parafina que se instaló en algunos sectores de Santiago desde 1848, algo más de cuarenta años después de su implementación inaugural en Londres. Esta modernización vino a revolucionar la oscura vida de la noche santiaguina colonial, solamente alumbrada con velones. Armando de Ramón la describe como un momento que “mantenía una suerte de tristeza que impregnaba las noches santiaguinas”. Se suponía que estas instancias de oscuridad eran propicias para los encuentros con espectros y aparecidos y, por consiguiente, para la propagación de supersticiones y de historias de horror que solían dar como resultado unas calles desiertas durante la noche. En efecto, el Santiago colonial se caracterizaba por su discurso literario donde lo fantástico se centraba en el horror y el espanto, entre el brasero, el atardecer, la cocina y el repostero. Podemos comprobarlo con las anécdotas de infancia de Sor Úrsula Suárez o Sor Dolores de Peñalillo. De Ramón ejemplifica esta situación con el rol del sereno, absolutamente solo en su labor nocturna, cumpliendo diversos y asombrosos servicios: “como el de espantar las ánimas en pena, tan abundantes en el viejo Santiago y, a veces, al propio Satanás, cuando inopinadamente aparecía el sereno en alguna esquina gritando con voz destemplada: ¡Ave María Purísima!”. De esta forma, la llegada de la iluminación a gas vino a revitalizar un espacio cerrado para muchos durante años: la noche. Este avance transformó la vida del santiaguino: las casas se iluminaron y las calles dejaron de ser peligrosas en momentos de oscuridad. Santiago, contra lo que pudiera suponerse, no fue la primera ciudad chilena en acceder a este servicio: antes lo fue Copiapó, a principios de la década del cuarenta, gracias a la fiebre minera y después fue Valparaíso, cuatro años antes que en Santiago. Este servicio, de todas formas, era de mala calidad, afirma Tornero. Las lámparas exhalaban un mal olor, la luz era solo un tenue resplandor amarillento y se podía crear una atmósfera irrespirable en una habitación pequeña. Habrá que esperar hasta 1882 para que en Santiago empezara a instalarse la luz eléctrica. De todas formas, y volviendo al Pasaje Bulnes, esta iluminación a gas vino a reunir a la ciudadanía en espacios cerrados y comerciales como este. Tornero señala que el Pasaje vino a instalarse como uno de los tantos lugares de recreo urbano nocturno: “una multitud de gente de ambos sexos se pasea por las diversas galerías hasta más de las diez de la noche”, una señal de los nuevos tiempos que se acercaban, la modernidad donde hombres y mujeres salían a la calle, se instalaban en los espacios nocturnos y gozaban de ellos, la modernidad que recuerda, además, aquellas galerías comerciales cubiertas que proliferaron en el París de primera mitad del siglo XIX. La noche se abre y deja de ser un espacio reservado para unos pocos.